viernes, 12 de marzo de 2010

LA JAULA - Alberto Díaz-Villaseñor

La menguada jaula con sus compañeros dentro reposaba allí en el fondo, gélida, quieta y casi derretida.

Hacía dos años que se prejubiló de su empleo de embarcador en la jaula de la mina y ahora se pasaba las horas muertas en el bar. Desde después del almuerzo hasta la cena. Su mujer ya no le reñía, y si al principio ella pensó que el que no tuviera que bajar más al pozo era una garantía de que no perdería a su marido, más tarde se dio cuenta de que era ahora cuando lo había perdido definitivamente.

Como todas las tardes, se quedó observando el vaso con mirada profesional. Era un vaso de tubo con un cubito de hielo enfriando el gin-tonic. Miró otra vez la bebida, era la octava vez que le servían. No, él no hacía aquello por beber sin más, podía jurarlo ante Santa Bárbara; lo que pasaba es que un día descubrió que aquel pedazo de hielo, subiendo y bajando por el tubo con cada llenada, le recordaba la jaula que durante tanto tiempo tuvo a su cargo. Cuando la bebida se terminaba y el hielo llegaba abajo él se hacía servir otro gin-tonic, y no dejaba que le cambiaran el cubito –ya casi derretido- hasta que volvía a asomar por el borde del vaso. Entonces sí, una nueva jaula, un nuevo embarque, de este modo comenzaba otro trayecto más que había que recorrer, poquito a poquito, con cuidado, con mucha precaución para que a los compañeros no les ocurriera nada. Y unos pocos tragos más tarde, otro viaje hacia arriba de aquella jaula de hielo que flotaba en el magma transparente y frío de la bebida, tan transparente y tan frío como su propia agonía.

No le había contado a nadie su descubrimiento. En cierta ocasión intentó explicárselo a uno que estaba acodado en la barra junto a él, pero ya llevaba más de diez descensos al pozo y la lengua no le obedeció.

Miró el vaso una vez más. Ya estaba vacío. La menguada jaula con sus compañeros dentro reposaba allí en el fondo, gélida, quieta y casi derretida. Pidió otro, y ya iban doce, o quince. El de la barra lo miró con preocupación y quiso servírselo más corto, pero él le sujetó la mano hasta que consideró que la ginebra alcanzaba la cota adecuada. Sus compañeros, dentro de la jaula, se alegraron, ya estaban otra vez arriba.

Poco a poco, con sorbos que más parecían besos, con mimo, fue haciendo bajar su jaula de hielo. Pero de pronto sintió un estruendo. Las sogas y las cadenas se habían desprendido de las poleas y todo el mecanismo se había derrumbado en medio de un estrépito. La torpeza de sus manos ebrias había hecho volcar el vaso sobre el mostrador. Con la mirada turbia de los borrachos y de los sabios contempló el líquido derramado. Comenzó a gemir con un desasosiego que iba a romperle el alma. Buscó y rebuscó pero no encontraba la jaula. Palmoteó sobre el líquido, después hizo caer algún taburete mientras buscaba por el suelo al pie de la barra, hasta que los gritos de angustia de sus compañeros le orientaron y la halló debajo de una mesa, en un rincón. Se acercó arrastrándose, tembloroso, y, una vez que estuvo cerca, pudo ver sus rostros contraídos a través de las paredes transparentes, vio las manos implorantes, unos rostros y unas manos que le acusaban de impericia y culpa. Quedó allí quieto, desmadejado, y los parroquianos pudieron escuchar sus sollozos. -¡Los he matado, los he matado, Dios mío, Santa Bárbara...! –dijo, antes de quedarse profundamente dormido bajo la mesa.

jueves, 11 de marzo de 2010

MOBBING - Un cuento de Alberto Díaz-Villaseñor

Huir es siempre una pesadilla, un callejón sin salida, un par de labios rojos que se cierran como guillotina.

Mobbing, mobbing, este tío me estaba haciendo mobbing y yo lo aguantaba no sabía por qué. Porque no tengo cojones lo aguantaba, pero el día que los pusiera sobre la mesa, los cojones, se iba a enterar; entonces ni jefe ni san jefe, ya lo iba a ver. Ya se había cargado a dos compañeros. Al final, como no podían aguantarlo más, los dos se fueron de la empresa y, lo más curioso, sin rechistar en el último momento a pesar de todo lo que habían rajado los meses previos. Pero a mí me iba a oír en el antes, en el durante y en el después. Coño, es que ya me estaba tocando mucho los huevos.

Me fui como cada noche, cabreado, al cibercafé. Un sándwich de huevo duro, una birra y el chat pillín antes de la cama y la paja. Sondeé los fórums y las salas de videoconferencia como de costumbre. Me quedé con aquel tan lleno de sugerencias que decía en su descripción “chiquita y bonita te la pone gordita”. Piqué, vaya si piqué.

Me logueo, me acepta, meto el número de la visa, me vuelve a aceptar y ya está. Veo ante mí una ninfa, una preciosa rubita en verdad jovencita y demoñesa. El chat comienza brutal, la nena se enfoca la webcam aquí y allá, yo, como un imbécil, hago lo mismo con la mía no sé para qué porque estoy en público y vestido; al momento me la pone, en efecto, gordita. Mis dedos en el teclado vuelan. A través de los auriculares a toda potencia jadeos van y jadeos vienen de aquel ángel exterminador. En un momento se me hace que sólo se oye en el cibercafé el aporrear inmisericorde de mis dedos pidiendo más y más, y más, y esto y aquello, y hazte y déjate hacer. Y ya creo que hasta la gente de alrededor me observa la cara de vicio, o eso me parece. Lo mejor es que ya ni me acuerdo del jefe ni de nadie.

De pronto, a espaldas de la nena aparece un hombre. El cerrado ángulo de la cámara no permite verle la cara hasta que se agacha junto a ella. ¡Es él, el hijoputa, mi jefe! Me mira sonriendo y me dirige un dedo acusador como una pistola. No hizo falta que hablara, sus ojos decían claramente: “¡te pillé!”