La menguada jaula con sus compañeros dentro reposaba allí en el fondo, gélida, quieta y casi derretida.
Hacía dos años que se prejubiló de su empleo de embarcador en la jaula de la mina y ahora se pasaba las horas muertas en el bar. Desde después del almuerzo hasta la cena. Su mujer ya no le reñía, y si al principio ella pensó que el que no tuviera que bajar más al pozo era una garantía de que no perdería a su marido, más tarde se dio cuenta de que era ahora cuando lo había perdido definitivamente.
Como todas las tardes, se quedó observando el vaso con mirada profesional. Era un vaso de tubo con un cubito de hielo enfriando el gin-tonic. Miró otra vez la bebida, era la octava vez que le servían. No, él no hacía aquello por beber sin más, podía jurarlo ante Santa Bárbara; lo que pasaba es que un día descubrió que aquel pedazo de hielo, subiendo y bajando por el tubo con cada llenada, le recordaba la jaula que durante tanto tiempo tuvo a su cargo. Cuando la bebida se terminaba y el hielo llegaba abajo él se hacía servir otro gin-tonic, y no dejaba que le cambiaran el cubito –ya casi derretido- hasta que volvía a asomar por el borde del vaso. Entonces sí, una nueva jaula, un nuevo embarque, de este modo comenzaba otro trayecto más que había que recorrer, poquito a poquito, con cuidado, con mucha precaución para que a los compañeros no les ocurriera nada. Y unos pocos tragos más tarde, otro viaje hacia arriba de aquella jaula de hielo que flotaba en el magma transparente y frío de la bebida, tan transparente y tan frío como su propia agonía.
No le había contado a nadie su descubrimiento. En cierta ocasión intentó explicárselo a uno que estaba acodado en la barra junto a él, pero ya llevaba más de diez descensos al pozo y la lengua no le obedeció.
Miró el vaso una vez más. Ya estaba vacío. La menguada jaula con sus compañeros dentro reposaba allí en el fondo, gélida, quieta y casi derretida. Pidió otro, y ya iban doce, o quince. El de la barra lo miró con preocupación y quiso servírselo más corto, pero él le sujetó la mano hasta que consideró que la ginebra alcanzaba la cota adecuada. Sus compañeros, dentro de la jaula, se alegraron, ya estaban otra vez arriba.
Poco a poco, con sorbos que más parecían besos, con mimo, fue haciendo bajar su jaula de hielo. Pero de pronto sintió un estruendo. Las sogas y las cadenas se habían desprendido de las poleas y todo el mecanismo se había derrumbado en medio de un estrépito. La torpeza de sus manos ebrias había hecho volcar el vaso sobre el mostrador. Con la mirada turbia de los borrachos y de los sabios contempló el líquido derramado. Comenzó a gemir con un desasosiego que iba a romperle el alma. Buscó y rebuscó pero no encontraba la jaula. Palmoteó sobre el líquido, después hizo caer algún taburete mientras buscaba por el suelo al pie de la barra, hasta que los gritos de angustia de sus compañeros le orientaron y la halló debajo de una mesa, en un rincón. Se acercó arrastrándose, tembloroso, y, una vez que estuvo cerca, pudo ver sus rostros contraídos a través de las paredes transparentes, vio las manos implorantes, unos rostros y unas manos que le acusaban de impericia y culpa. Quedó allí quieto, desmadejado, y los parroquianos pudieron escuchar sus sollozos. -¡Los he matado, los he matado, Dios mío, Santa Bárbara...! –dijo, antes de quedarse profundamente dormido bajo la mesa.