martes, 11 de mayo de 2010

EL MILAGRO DE LA SANTA



Un cuento de Ángeles Prieto Barba


A Daniel Moyano,

Mucho más luminoso que un día de Corpus fue para mí cuando mi padre, terminada su jornada como policía municipal, apareció subiendo los escalones de nuestro quinto piso cargado con pequeñas banderitas de colores. ¿Qué le traigo hoy a mis niñas, qué? Pues me recuerdo entonces dándole una y mil vueltas al triste boniato guisado que constituía toda mi cena, cuando había cena, claro, y escuchando los gritos de mi hermana mayor obligándome a que me lo tragara de una vez. Las letanías y sermones de todos los días, aquello de que los pobres no podían hacer melindres y ascos a la comida. Sólo que yo ya estaba ahíta, llena, harta de un hambre que sólo se saciaba con lo mismo. Y pensaba ya en mi cama en dormir y dormir hasta desaparecer, como muchos de los niños que conocí y que durmiendo un día se fueron volando al cielo, como me contaron, para nunca más volver. Y a los que un día los mayores velaban, como angelitos perdidos.

Las extrañas banderitas, de azul y plata, que mi padre nos regaló dándonos besos esperanzados, eran para mañana. Le brillaban los ojos mientras nos contaba una historia maravillosa, un suceso celestial que ocurriría al día siguiente. Porque por lo visto a las diez, cuando el sol brillara ya en lo más alto, se esperaba que arribara a nuestra isla una santa, una santa real y verdadera escapada dios sabe de qué estampita, y que, compadecida de nosotros, venía a quitarnos nada menos que el Hambre. O al menos, eso fue lo que yo le entendí, entre frases entrecortadas de apariciones, milagros y venturas para siempre jamás. Y yo siempre creí en los soñadores ojos de mi padre y nunca puse en duda sus historias, y si me decía que mañana vendría no una santa, sino la mismísima Virgen, hasta aquí llegaría para poner fin al grito de nuestros estómagos. Aunque me conformaba entonces con menos, importándome mucho más que acabara con el olor del hambre, esa peste que no me dejaba comer, que con el hambre misma. Que acabara con ese tufo nauseabundo que dejaba las escamas de mi piel cuando fregaba el suelo, con el fétido aroma de mis manos y uñas agrietadas por los restos de carbón para la cocina, con la infecta colonia del aguarrás y la lejía, únicos perfumes que me eran dados a oler en aquellos días de la miseria y del trabajo duro. Y yo sólo era una niña.

Esa noche me acosté entre dulces ensueños, imágenes amables en que una alta señora, hermosa, alta y limpia, se me acercaba entre rosadas nubes de algodón dulce portando para mí el globo del mundo que, eso sí, era todo de color rojo y tenía un olor extraño y místico, como si fuera un mismísimo queso de bola. La dama me sonreía y mojando sus largos y elegantes dedos me quitaba con su saliva, como untándome con su sagrado óleo, los churretes negros de la mejilla. Y recuerdo que me dormí besando con amor, casi mordiéndolo, el pequeño trozo de almohada que me correspondía, sin importarme por esa noche los feroces pellizcos que mi hermana me daba siempre para hacerle más sitio en la cama.

Al día siguiente, todo fueron prisas. Recuerdo que era domingo, pero la llegada a Cádiz de una santa de las de verdad hizo posponer a toda la ciudad el acudir a misa para más tarde. Entonces mi hermana Carmela me agarró del brazo, me lavó raudamente con la esponja áspera, me colocó el traje azul de los pespuntes, cambiaron mis chanclas rotas por los viejos zapatos de Angela, que me quedaban muy grandes, recolocaron mi pelo en dos coletas torcidas, y las gemelas charlatanas me arrastraron apresuradas después. Y yo sentía, llevada en volandas, transitar por un nuevo día feliz y mágico, en el que no tenía tiempo siquiera para miedos y ensoñaciones que los itinerarios gaditanos siempre proporcionan. Atrás quedaron los callejones de San Juan con sus faroles rojos de amores portuarios, la mole imponente de la Catedral y la oscura esquina pasional de los Piratas, sin que yo me dignara hacer ningún comentario, ni observara ninguna novedad.

Mis hermanas parlanchinas, en cambio, no dejaron de hablar todo el rato, entre cuchicheos algo descuidados, porque esta niña soñadora sí que se enteraba.

- ¿Ves cómo al final es mal negocio ser honrada? Ahora la veremos. Dicen que se dedicaba a la mala vida antes de pescar al gran hombre. Y claro, así aprendió todas las mañas que a ellos les gustan.

- Lo que es seguro es que era actriz y por allí, ya se sabe que van llenas de joyas, pieles y trajes elegantes. Lo que pasa es que en América los hombres están obligados a mantenerlas por todo lo alto, pues si no, los dejan, y entonces se buscan a otro y ya se sabe que los cuernos es lo único que ellos no soportan. Lo que sí es buen negocio es tratarlos mal. No como haces tú con tu Fortunato, infeliz, que hasta le llevas la comida al trabajo.

- Oye tú, solterona, que Fortu me quiere, que nos casaremos cuando juntemos para la casa. Y yo prefiero esperar, lo que no me da la gana es meterme en la casa de vecinos con la madre, de eso nada. Lo que pasa es que aquí somos unos desmayados y unos muertos de hambre, no como en América. Mi Fortu me contó que, por lo visto, allí todo es muy grande y por eso a quien llega el gobierno le da tierra propia, buenos y grandes cortijos, donde crían animales y la hierba crece sola. Y con suerte, algunos tienen en ellos hasta árboles, que aquí no hay, algunos con nombre raro, ombú, me parece que me dijo, donde igual que aquí caen peras, allí dan esmeraldas. ¡Así cualquiera!

- Pues si en América todo es así, tu te quedas aquí con tu Fortu que yo mejor me voy a buscar uno de esos guachisnai que vienen al puerto.

- Sí, igual que Mariquita Pe, que se lió con un viejo horroroso y se la llevó a Puerto Rico... ¡ni por todo el oro de América!. No, yo me quedo con mi Fortu...

- Oye, corre más, que no llegamos.

Y llegamos, claro que sí, después de varios rodeos alrededor de la Plaza, dejando atrás más recovecos acogedores para soñar: el callejón de los negros, la esquina de los flamencos, la cuesta de la jabonería, la posada del mesón y el palacio de los Lasquetti. Espacios donde las piedras me hablaban de remotos parajes, de estampas lejanas en el tiempo y en el espacio que hicieron en mi mente acabar de improviso la incesante perorata de mis hermanas gemelas, cacareo sin sentido que me hacía vislumbrar un futuro gris, más desangelado aun que el boniato que me servían de cena todas las noches. Porque esa captura de hombres domésticos, hombres como refugios o trampolines sociales, parecía constituir la única aspiración de sus vidas. Varones muy diferentes a los que yo quería para mí, hombres como onzas de chocolate o como ráfagas de viento que vinieran a raptarme a mí y no yo a ellos. Que me acompañaran por caminos y mares lejanos, por sendas no transitadas de aventuras y conocimientos, que me arrancaran de cuajo y sin vuelta de hoja de esta vida negra que el destino parecía haberme ya trazado. Pero seguimos andando en el presente, por lugares despejados de otros seres que tuvimos que recorrer apresuradas para alcanzar, por fin, uno de los cinco embudos con los que se llega a la plaza de San Juan de Dios, toda ella cubierta por una multitud coloreada por las extrañas banderitas de mi padre.

Mis hermanas, avispadas como todas las hembras de la familia, lograron abrirse hueco entre la multitud entre codazos y empujones varios, hasta colocarse en primera línea de avistamiento. No tenían intención de perderse ningún detalle: el peinado que después copiarían o el vestido que tratarían torpemente de reproducir luego con una tela más basta, eran sus principales objetivos del examen que esperaban realizar a la Santa. Y yo mientras sobrecogida, aun con fe en la llegada de ese ser milagroso que vendría a quitarnos el hambre, según refirió mi padre.

Y así transcurrieron quince o veinte minutos bajo un murmulleo creciente y un sol implacable y yo ya no sabía dónde colocar los pies en aquellos zapatos de número superior al mío. Los del gobierno habían dispuesto una larga y delgada alfombra roja desde la puerta de la alcaldía hasta la entrada del puerto, lujosa diagonal que rompía en dos mitades aquella plaza para que la santa pudiera levitar por ella y después, previsiblemente, pudiera bendecirnos desde el balcón presidencial. Y entonces, entonces, los murmullos se volvieron gritos y un enorme coche, grande y negro, se paró justo ante el inicio del alfombra.

- Fíjate la señorita, no puede venir andando desde el puerto, y eso que son dos pasos.

- Cállate. Ahí está.

Efectivamente, allí estaba. Le abrieron la puerta de atrás y vimos deslizar una larga y delgada pierna y después la otra, piernas suaves y depiladas cubiertas por unas hermosas y fascinantes medias de seda, objeto casi irreconocible por estos lares. Y después vimos sus manos, largas también, pero huesudas y nerviosas, que se posaron sobre las del agente repeinado que caballerosamente le ayudaba a bajar. Y los gritos de la gente fueron a más cuando la contemplamos entera: alta, delgada, elegante y sobre todo rubia, muy rubia, recogido el pelo con un moño imponente y un alegre sombrero blanco con una pluma azul.

- No es rubia, es teñida, ese rubio es de bote. Y además el moño que luce está hecho con pelo postizo. Fíate de mí que sé de peluquería.

- Oh, pero ¡qué elegancia!

Porque de hecho, la dama lucía un porte que cortaba la respiración. Ya de por sí espigada, parecía andar por la alfombra de puntillas y estirando el cuello, a una altura inalcanzable para el resto de los mortales que la contemplábamos admirados. Y se tomó su tiempo, claro que sí, en erguirse y sonreír orgullosa, despojarse lentamente de unos pequeños guantes blancos y saludar abierta y segura a la multitud de ropajes negros y remendados y de rostros castigados que la contemplábamos. Y se deslizó lenta, perfectamente copiada la actitud de aquellas reinas y heroínas europeas que estudiara hace mucho tiempo y emitiera en sus seriales. Al fondo, le esperaba un alcalde con bigote, gordo y calvo, estampita perfecta que el franquismo destinaba a cada municipio, y una niña muy atildada, con tirabuzones rubios y trajecito de organdí que portaba un enorme ramo de rosas rosas, cursilada haciendo juego, mucho más grande que ella.

Hacia la mitad del recorrido, casi a la altura donde yo me encontraba, el ramo y la niña se adelantaron hacia la dama realizando una complicada genuflexión de homenaje principesco. La pequeña Shirley Temple a duras penas pudo sostener el ramo con una mano y recogerse modestamente el vestidito con la otra, para agachar una rodilla e inclinar su cabeza, a modo de saludo. Y a modo de sonrisa, la dama hizo una mueca y recogió el ramo con un brazo, mientras su otra mano se posó levemente entre los lustrosos tirabuzones dorados. Y todos aplaudieron y hasta se escucharon algunos vítores, mientras yo acercaba mi nariz para percibir de lejos el olor de santa que, mezclado con el de las rosas, intentaría recordar cuando quisiera olvidarme del otro, del de siempre, del olor del hambre.

Pero la santa no sería santa sin hacer un milagro, que desde el tiempo y la distancia desde la que cuento esto, pienso que igual estaría ensayado, preparado, amañado o estudiado. O quizás no. El caso es que la santa se volvió, achicó los ojos, estudió a la multitud y se dirigió a mí... ¡a mí!, un manojo de nervios sucios vestida de remiendos, calzada con chanclas rotas y dos coletas morenas y torcidas. Porque ella no podría ver otra imagen que ésta que tristemente describo. O quizás vio a alguien más, o tal vez, como dijo mi padre cuando nos enteramos que murió, lo que percibió al verme fue la niña que había en ella, la que llevaba dentro, la niña mísera que todavía conservaba tras tanta sobrecarga de joyas y oropeles. Pero se acercó, cesaron los gritos, cuchicheos y murmullos de la gente y de repente, ella se agachó, ¡se agachó!, hasta ponerse a mi altura, acariciarme las coletas y preguntarme ¿cómo te llamás?. Y su voz era ronca y cálida, en un acento extraño, áspero y acariciante. Y mis ojos se agrandaron asustados y admirados y le sonreí y a duras penas le dije que mi nombre era Eva, Eva Martínez pa servirla a usted. Eva como yo, me dijo. Y sonriéndome, me dio el ramo, que es tan hermoso y huele tan bien y es para ti, para que nunca me olvides. Y jamás lo haré, te lo prometo, mi señora. Y me besó en mi sucia cabeza y se irguió y se marchó, hacia los discursos, hacia la gloria. Eso hacía ella, mientras que yo, ya santificada, terminé por hundir mi carita embriagada entre las rosas, bendecida por su olor, cual cabecita negra de este hemisferio.

lunes, 19 de abril de 2010

EL CABALLITO DE MAR

Un cuento de
Willy G. Bouillon

No tenía sentido, y, por eso tenía todo el sentido del mundo"
(Paul Auster, Trilogía de Nueva York)

Un día desapareció el caballito de mar. Un caballito de mar de vidrio, que me había regalado Pancho. Nos peleamos cuando nos conocimos y nos hicimos amigos. Todo junto un día de verano. Murió a fines de 2003, en Irak. Se había enganchado como mercenario. "Paga: 4000 dólares por mes. Promedio de sobrevida 3 meses", se leía sobre el contrato que firmó. "Si sobrevivo esos tres meses, me vuelvo con 12.000", comentó. A los dos meses y medio lo mató un francotirador.

Lo conocí en Mar del Plata. Yo acostumbraba a ir a un bar que estaba frente al puerto. Me tomaba una cerveza en la barra, al atardecer. Lo había hecho mi favorito. Tenía un gran espejo y jugaba a deducir los nombres de los pesqueros amarrados, que se reflejaban en él, al revés: "Nauj Esoj", "Al atoivag".

Allí estaba el 11 de enero de 1978. Recuerdo la fecha porque siempre llegaba el 10 y fue el año en que se hablaba de un posible despelote con Chile. Al día siguiente fui al bar. Se sentó a mi lado una rubia muy bronceada, vestida con un pareo. Calzaba unas sandalias que dejaban ver buena parte de sus pies. Los fetichistas amamos los pies de las mujeres. Pidió también una cerveza que tomaba a sorbitos mientras leía un libro. De vez en cuando me miraba por el espejo. Decidí entrar en acción. Ataque por sorpresa, mi especialidad. "¿Puedo hacer bibliomancia?", pregunté. "Qué", dijo. "Bibliomancia. Prestame", y le saqué el libro. Hice pasar las páginas, metí el índice entre dos y recité un párrafo posibilitario: "Lo importante nunca está demasiado lejos", inventé. Lo cerré y se lo devolví. "Se refiere a este encuentro y a algo que me pasó hoy", decodifiqué. "Qué te pasó", preguntó. "Estuve por ahí", respondí, ambiguo. En eso entró un flaco. Duro, de esos que no bailan. "Hola", saludó ella, medio en blanco. Pero él ni la miró. Me miró a mí. "Desaparecé", dijo. "No quiero", dije. "Entonces, vamos a un lado, te reviento y listo", dijo. "Está bien", dije, y salimos, mientras la rubia volvía al librito, sin pizca de que le interesase nada más.

Llegamos a un baldío, y al ratito nos dábamos con todo. Se ganaba y se perdía, alternativamente. En silencio, casi. Más ruido venía del mar y de la avenida Dávila. Era una pelea sin horario, como debe ser una verdadera pelea: absurda, porfiada y sin límites. Aunque a veces había una especie de acuerdo tácito, y parábamos y cada uno volvía a sus cosas. En una de esas pausas, él sacó un caramelo y lo comió despacio, pensativo, mirando hacia el mar. En mi cabeza surgían frases extrañas: "La Tierra no es achatada", o "Aquel amanecer, en la playa ". Después volvíamos al combate, sudorosos, mientras llegaba la noche y la ropa se nos iba poniendo a la miseria. Pensé también que podíamos figurar en el Libro de los Récords. Pero, ¿cómo demostrábamos que habíamos peleado durante tanto tiempo, como en "El hombre quieto"?

A eso de las 8, apareció un ciruja, arrastrando un carro y seguido por un perro escuálido. Dejó el carro en la calle y entró en el baldío, junto con el perro, y después de observar la escena unos segundos se nos acercó, interponiéndose. Hizo el gesto del básquet para pedir un minuto y preguntó, delicadamente: "¿Los señores no tendrían unos pesitos para poder tomarme un vino? Digo, si no es molestia".

Miré a mi enemigo. Una forma de llamarlo, porque habíamos compartido demasiado. Pelearnos era como compartir, por qué no. Lanzamos una carcajada y juntamos unos pesos para el vino del ciruja. Y nos fuimos a tomar un trago nosotros también. Me contó que era escritor. "Outsider", recalcó. Acababa de terminar una novela, titulada "Fellatio s Queen" (el nombre de un boliche de "lo peor", aclaró), en la que se burlaba de todo, especialmente de los escritores. "Hay un personaje que quiere dictar un taller para dejar de escribir", ilustró.

En un momento descubrimos que teníamos la misma edad y que habíamos nacido el mismo día. Esa noche nos hicimos amigos. Amigos en serio. "Para serlo, hay que haber estado en la guerra, como estuvimos nosotros en el baldío", dedujo. Propuso algo muy en su estilo. En nuestro día debíamos hacernos un regalo, pero debe ser como nuestra pelea. No debe ser comprado, sino encontrado, fabricado a mano o robado. En 1985, me regaló el caballito de mar. "Robado", dijo, sin explicar dónde ni cómo.

Desde entonces, y más aún después de su muerte, fue "el" recuerdo de Pancho. Una mañana, desde el balcón miré hacia donde estaba el caballito, en la biblioteca, y no lo vi. Revisé todo el mueble, arriba, detrás, abajo. Les pregunté a María y a Solange y no sabían nada. Extendí la búsqueda a otras partes: placards, jarrones, cajas. Me rendí sólo a los tres días. Rendición y tristeza. Había muerto Pancho y había desaparecido el caballito de mar que me regaló un día. Podía reemplazarlo por otro, pero no era lo mismo. Alguien podría poner 100 en el estante, pero yo quería sólo ése. Si te apareces con él, Silvio, haría lo imposible por encontrarte tu unicornio azul.



viernes, 12 de marzo de 2010

LA JAULA - Alberto Díaz-Villaseñor

La menguada jaula con sus compañeros dentro reposaba allí en el fondo, gélida, quieta y casi derretida.

Hacía dos años que se prejubiló de su empleo de embarcador en la jaula de la mina y ahora se pasaba las horas muertas en el bar. Desde después del almuerzo hasta la cena. Su mujer ya no le reñía, y si al principio ella pensó que el que no tuviera que bajar más al pozo era una garantía de que no perdería a su marido, más tarde se dio cuenta de que era ahora cuando lo había perdido definitivamente.

Como todas las tardes, se quedó observando el vaso con mirada profesional. Era un vaso de tubo con un cubito de hielo enfriando el gin-tonic. Miró otra vez la bebida, era la octava vez que le servían. No, él no hacía aquello por beber sin más, podía jurarlo ante Santa Bárbara; lo que pasaba es que un día descubrió que aquel pedazo de hielo, subiendo y bajando por el tubo con cada llenada, le recordaba la jaula que durante tanto tiempo tuvo a su cargo. Cuando la bebida se terminaba y el hielo llegaba abajo él se hacía servir otro gin-tonic, y no dejaba que le cambiaran el cubito –ya casi derretido- hasta que volvía a asomar por el borde del vaso. Entonces sí, una nueva jaula, un nuevo embarque, de este modo comenzaba otro trayecto más que había que recorrer, poquito a poquito, con cuidado, con mucha precaución para que a los compañeros no les ocurriera nada. Y unos pocos tragos más tarde, otro viaje hacia arriba de aquella jaula de hielo que flotaba en el magma transparente y frío de la bebida, tan transparente y tan frío como su propia agonía.

No le había contado a nadie su descubrimiento. En cierta ocasión intentó explicárselo a uno que estaba acodado en la barra junto a él, pero ya llevaba más de diez descensos al pozo y la lengua no le obedeció.

Miró el vaso una vez más. Ya estaba vacío. La menguada jaula con sus compañeros dentro reposaba allí en el fondo, gélida, quieta y casi derretida. Pidió otro, y ya iban doce, o quince. El de la barra lo miró con preocupación y quiso servírselo más corto, pero él le sujetó la mano hasta que consideró que la ginebra alcanzaba la cota adecuada. Sus compañeros, dentro de la jaula, se alegraron, ya estaban otra vez arriba.

Poco a poco, con sorbos que más parecían besos, con mimo, fue haciendo bajar su jaula de hielo. Pero de pronto sintió un estruendo. Las sogas y las cadenas se habían desprendido de las poleas y todo el mecanismo se había derrumbado en medio de un estrépito. La torpeza de sus manos ebrias había hecho volcar el vaso sobre el mostrador. Con la mirada turbia de los borrachos y de los sabios contempló el líquido derramado. Comenzó a gemir con un desasosiego que iba a romperle el alma. Buscó y rebuscó pero no encontraba la jaula. Palmoteó sobre el líquido, después hizo caer algún taburete mientras buscaba por el suelo al pie de la barra, hasta que los gritos de angustia de sus compañeros le orientaron y la halló debajo de una mesa, en un rincón. Se acercó arrastrándose, tembloroso, y, una vez que estuvo cerca, pudo ver sus rostros contraídos a través de las paredes transparentes, vio las manos implorantes, unos rostros y unas manos que le acusaban de impericia y culpa. Quedó allí quieto, desmadejado, y los parroquianos pudieron escuchar sus sollozos. -¡Los he matado, los he matado, Dios mío, Santa Bárbara...! –dijo, antes de quedarse profundamente dormido bajo la mesa.

jueves, 11 de marzo de 2010

MOBBING - Un cuento de Alberto Díaz-Villaseñor

Huir es siempre una pesadilla, un callejón sin salida, un par de labios rojos que se cierran como guillotina.

Mobbing, mobbing, este tío me estaba haciendo mobbing y yo lo aguantaba no sabía por qué. Porque no tengo cojones lo aguantaba, pero el día que los pusiera sobre la mesa, los cojones, se iba a enterar; entonces ni jefe ni san jefe, ya lo iba a ver. Ya se había cargado a dos compañeros. Al final, como no podían aguantarlo más, los dos se fueron de la empresa y, lo más curioso, sin rechistar en el último momento a pesar de todo lo que habían rajado los meses previos. Pero a mí me iba a oír en el antes, en el durante y en el después. Coño, es que ya me estaba tocando mucho los huevos.

Me fui como cada noche, cabreado, al cibercafé. Un sándwich de huevo duro, una birra y el chat pillín antes de la cama y la paja. Sondeé los fórums y las salas de videoconferencia como de costumbre. Me quedé con aquel tan lleno de sugerencias que decía en su descripción “chiquita y bonita te la pone gordita”. Piqué, vaya si piqué.

Me logueo, me acepta, meto el número de la visa, me vuelve a aceptar y ya está. Veo ante mí una ninfa, una preciosa rubita en verdad jovencita y demoñesa. El chat comienza brutal, la nena se enfoca la webcam aquí y allá, yo, como un imbécil, hago lo mismo con la mía no sé para qué porque estoy en público y vestido; al momento me la pone, en efecto, gordita. Mis dedos en el teclado vuelan. A través de los auriculares a toda potencia jadeos van y jadeos vienen de aquel ángel exterminador. En un momento se me hace que sólo se oye en el cibercafé el aporrear inmisericorde de mis dedos pidiendo más y más, y más, y esto y aquello, y hazte y déjate hacer. Y ya creo que hasta la gente de alrededor me observa la cara de vicio, o eso me parece. Lo mejor es que ya ni me acuerdo del jefe ni de nadie.

De pronto, a espaldas de la nena aparece un hombre. El cerrado ángulo de la cámara no permite verle la cara hasta que se agacha junto a ella. ¡Es él, el hijoputa, mi jefe! Me mira sonriendo y me dirige un dedo acusador como una pistola. No hizo falta que hablara, sus ojos decían claramente: “¡te pillé!”

jueves, 7 de enero de 2010

"SARLENGA"

A Leo Oyola

Quién iba a decir cuando decidimos salir todos en campamento que pasaría lo que pasó. Planear el viaje fue lo más lindo, nadie había ido nunca a los lagos del sur y empezamos a imaginar aquel paisaje boscoso en las montañas desplegando los mapas que consiguió Dante “Probeta”, el profesor de química, un tipo solterón al que todos queríamos como a un hermano mayor porque, sin aplazar a nadie, había conseguido que aprendiéramos las fórmulas de casi todo lo que existe en la naturaleza. La química orgánica y la inorgánica son como el alma y el espíritu, decía sin que nadie entendiera muy bien a qué se refería, porque la desesperación y la angustia también son elementos polivalentes aunque las ciencias exactas no hayan descifrado aún sus posibilidades de combinación.
Ahí estaban los mapas que Dante Probeta fijaba con tachuelas sobre el pizarrón y ante los cuales nos agolpábamos los cuarenta alumnos de segundo primera, excitados por la aventura inminente de internarnos en un mundo desconocido y tan lejano, para todos era nuestra primera experiencia lejos de casa y de nuestros padres, estáis a punto de destetaros, decía el profesor de castellano, un español más antiguo que viejo y que parecía recién bajado del barco que lo trajo a América como polizón de los conquistadores, según la leyenda que sobre él circulaba en el colegio. Por su espalda cargada pero además por su rostro de ojos saltones y a la vez melancólicos y sus mandíbulas prominentes, parecía un camello y se había ganado el apodo de “el dromedario”. Él y la profesora de matemática, a quien habíamos bautizado “Raíz cuadrada” por su virginal ignorancia de todo lo que no tuviera que ver con cálculos y ecuaciones, serían con Dante Probeta nuestros tutores en la expedición a los lagos del sur.
Tomamos el tren en la terminal de Constitución, una fría tarde de septiembre. Natalia había ido a despedirme y le pedí que, cuando el tren arrancara, corriera por el andén con los ojos llorosos como en las películas cuando los amantes se separan, pero se negó aludiendo que a quién se le ocurre llorar cuando después de tres meses de vernos hasta en la sopa es la primera vez que me quedo sola con todo Buenos Aires a mis pies, y vio partir el tren muy quieta, con una malévola expresión cubriéndole el rostro como una máscara y que me obligaría a llamarla por teléfono desde Bahía Blanca para comunicarle que ya no éramos novios ni volveríamos a vernos nunca. Su feliz carcajada fue peor que la mirada satisfecha desde su inmovilidad en el andén de Constitución, lo que me enseñó, cuando recién entraba en la adolescencia, que las despedidas por teléfono son como las armas de fuego que carga el diablo, se disparan en contra de quien aprieta el gatillo y terminan destrozándonos, cuando de lo que se trataba era de arrancarme con rabia el dolor intenso de aquel primer desengaño.
Pero nada es eterno a los catorce años, ni la tristeza ni los viajes en tren al sur, y al atardecer del día siguiente llegamos por fin a Bariloche. Dormimos esa noche en un hotel para estudiantes y a la mañana nos trasladamos en dos pequeños buses hasta el pie de la montaña. El plan oficial del viaje era subir hasta un refugio, dormir allí y partir en busca de lagos escondidos en las alturas, conocidos sólo por el guía que nos esperaba en el refugio y en cuyas costas acamparíamos toda esa semana. El plan secreto, clandestino y minuciosamente estudiado durante meses, era deshacernos de Sarlenga, tratar de que sufriera un desdichado accidente, en palabras del rubio Caralarga, jefe natural del grupo complotado para la sucia pero imprescindible tarea.
Queríamos evitar, es bueno aclararlo, que la operación se transformara en una tragedia que terminara arruinándonos el viaje, por eso se había creado aquel trío de alumnos conocido como “los impenetrables de segundo primera”, una suerte de secta conformada por imberbes unidos por el odio al insoportable Sarlenga. Teníamos en claro que lo prioritario era el viaje, disfrutar de la excursión por aquellos hermosos parajes y tratar de conquistar a las bellas de la clase. Laurita Tornú y Amalia Montecassino eran los máximos trofeos, aunque muchos sabíamos de antemano que tendríamos que conformarnos, en el mejor de los casos, con ejemplares del montón como Renata Molinos o Débora Mendelián, o volver a Buenos Aires con las manos vacías, hartos de escuchar los relatos de Sarlenga, la crónica repetida de sus romances con mujeres inaccesibles al común de los mortales, historias que nadie se atrevía a cuestionar porque Sarlenga mostraba sus piezas en cuanta ocasión se presentaba, en una fiesta o a la salida del colegio, rubias espectaculares o morochas de ensueño pasaban a buscarlo en autos descubiertos que parecían carrozas medievales con motores de última generación, Sarlenga gritaba nos vemos mañana, pendejos, y de un salto ya estaba instalado frente al volante y la rubia o la morocha de turno acariciándolo, apoyando la cabeza en su hombro enclenque, perfumándolo, borrándolo de nuestras miradas turbias de impotencia, son putas –decía el colorado Manteiga para consolarnos-, al padre le sobra la guita y en vez de mandar a buscarlo con un chofer, lo manda a buscar con las putas.
Acabar con Sarlenga tenía sus bemoles porque no era un tipo que pasara desapercibido. Es más sencillo librarse de un personaje oscuro, de un tipo tímido y retraído como lo había sido en su momento Huguito Luva, alumno mediocre y timorato que sólo se destacaba por estudiar de memoria los temas en los que había que razonar, y sorprenderse cuando la profesora de matemáticas le pedía que resolviera una ecuación y Huguito Luva copiaba en el pizarrón la que se había resuelto en la clase anterior, provocando en esos casos los carcajeos burlones de los cuarenta alumnos de segundo primera y el apaciguado enojo de la Raíz Cuadrada, que había heredado a Huguito Luva en sucesivas repeticiones de curso y parecía resignada a cargarlo de año en año como a una pesada maleta.
Por eso fue un alivio para todos que Huguito Luva dejara de asistir a clase. Nadie preguntó por él, el comité de disciplina se reunió un par de veces para analizar el caso y se llegó a la conclusión de que los padres habrían decidido no perder más tiempo tratando de educarlo y le habrían conseguido un trabajo, aunque nadie imaginara qué tareas podría desempeñar con su físico descarnado, su cráneo vacío y esa timidez inaceptable que le impedía mirar de frente el mundo, aceptar sus desafíos, resistirse.
Pero con Sarlenga no iba a ser tan fácil, era robusto y andaba por el mundo subido a su arrogancia como si condujera siempre un auto deportivo de las putas que le mandaba el padre a la salida del colegio. Pocas veces nos dirigía la palabra y cuando lo hacía era para señalar nuestra torpeza al encarar mujeres en la calle, quién va a darles bola a ustedes, pendejos, si no saben ni hablar, decía, aprendan de papá, y antes de llegar a la siguiente esquina, la mujer que él abordaba y que hasta entonces nos había parecido una esfinge ya iba derritiéndose de la risa, hipnotizada por el discurso y los ademanes de Sarlenga.
Cada vez que el Rubio Caralarga había intentado imitar las proezas de Sarlenga había vuelto con un moretón en la cara o el labio partido por una bofetada, y lo mismo sucedía cuando cualquiera de Los Impenetrables quiso hacer lo mismo, lo que nos llevó a entender que el mundo de las mujeres tenía leyes que jamás aceptaríamos como propias, valles y remansos que no conoceríamos si no nos animábamos a entrar en ellos como los moros en España o los españoles en América, por eso estábamos dispuestos a pelear como cruzados por el amor y la dicha, con la fe de nuestro lado y los herejes en la hoguera.
La oportunidad se presentó la mañana en que Dante Probeta, el Dromedario y la Raíz Cuadrada decidieron tomarse el día libre para hacer compras en el centro comercial de Bariloche y nos dejaron a todos bajo la responsabilidad de dos guías que nos enseñarían según ellos a perderle el miedo a la montaña. No vamos a escalar el Aconcagua pero treparemos hasta aquella cima nevada, anunciaron los guías, señalando un inquietante paredón que remataba en la altura con un filo de cuchillo mellado por las nubes. El Rubio Caralarga protestó a voz en cuello aludiendo que él era asmático, a lo que los guías respondieron que nada mejor para los bronquios que el aire puro de las alturas, y el Colorado Manteiga terminó de convencerlo diciéndole que se acercaban la hora y el lugar exacto para librarnos de Sarlenga. Lo cierto es que si al Rubio le silbaban los bronquios era porque fumaba como un murciélago y lo del asma era una excusa para su miedo a las alturas, pero es sabido que el odio se impone a cualquier otro sentimiento, incluso al de autoconservación de las especies, y pronto estuvimos la dotación completa de segundo primera en marcha hacia la montaña.
El objetivo a conquistar, que visto desde el valle en el que se encontraba el refugio nos había parecido tan cercano, desapareció de nuestra vista cuando nos fuimos internando en el bosque y al salir nos encontramos con la piedra desnuda, escalones gigantescos de lo que se nos antojó entonces como un muy apropiado altar de sacrificios. Para colmo la mañana, hasta un rato antes luminosa y diáfana, se envolvió en velos de niebla como una dama misteriosa, haciendo que de los cuarenta alumnos sólo nos fuera posible ver a media docena, aunque todos avanzáramos en fila y conducidos por los guías, cuyas voces de mando resonaban en la niebla como provenientes de otro mundo. La excitación por la aventura iba ganando al grupo entero, algunos se asustaban y pedían volver no ya al refugio sino a Buenos Aires y, de ser posible, a sus casas y al regazo de mamá, pero otros gritaban entonces que no fuéramos cagones, el colegio entero se reiría de nosotros si no alcanzábamos el objetivo, si hasta los de primero primera, que son unos lactantes llorones, hicieron cumbre el año pasado, gritó Sarlenga para que su condición de líder no quedara también oculta por la niebla.
Cuando llegamos al pie del paredón, los guías nos hicieron rodearlos formando un círculo para vernos las caras y explicarnos que no sería tan difícil la escalada como parecía, pero que deberíamos actuar con mucha prudencia y acatando estrictamente sus indicaciones. Regresaremos por la cara opuesta de la montaña, que tiene para bajar al valle un camino por el que suben los autos, dijeron. Muchos protestaron porque qué sentido tenía hacer cumbre en un lugar al que podía llegar tan orondo cualquier automovilista. Si atinan a orientarse en la niebla que dejaron atrás, pueden volverse ahora mismo, dijo uno de los guías. Todos miramos con recelo a nuestras espaldas y cerramos aún más el círculo en torno a ellos. Nos colocamos unos arneses en la cintura y nos atamos unos a los otros, formando una fila de menor a mayor que abriría un guía y cerraría su compañero; si alguien resbalaba, el resto lo contendría. Sarlenga fue la voz discordante del grupo, a él nadie lo había atado nunca a un rebaño, subiría por las suyas, llegaría antes y se sentaría a esperarnos en la cumbre, muerto de risa, fumándose un cigarrillo tras otro para envenenarle el aire a Caralarga y disfrutar viendo cómo se retorcería de asfixia con sus ataques de asma. Los guías le dijeron que la opción era atarse al resto o volver solo a la base, creyendo que Sarlenga se sentiría intimidado ante la posibilidad de perderse en la montaña. No lo conocían, claro, no sabían de su soberbia a toda prueba, del desaforado egocentrismo que había estimulado en él su padre rico y putañero, para Sarlenga no había otra montaña que su propia sombra ni otro competidor que su imagen en el espejo.
Como la tosudez con que se negaba a ser atado les pareció inquebrantable, los guías decidieron que le permitirían subir solo, siempre que lo hiciera siguiendo a la caravana y no precediéndola, para que por lo menos supiera los pasos exactos que tenía que dar, con la montaña no se juega, le advirtió el guía que cerraría la fila, y si te vas de cabeza al fondo de un abismo será nuestra responsabilidad. La decisión de los guías hizo correr un murmullo de alivio entre los alumnos de segundo primera, sabíamos que Sarlenga era capaz de quedar suspendido sobre un precipicio nada más que por llamar la atención de Laurita Tornú y Amalia Montecassino. Si se cae no lo vamos a extrañar, gritó el Colorado Manteiga y el eco de las risas de todos se propagó por la montaña.
El ascenso del paredón no fue tan difícil como lo habían pintado los guías, tal vez porque conocían de memoria cada metro y cada hendidura en la piedra, y nos alentaban diciéndonos falta poco, aguiluchos, cantando canciones que hablaban de gestas, de aventuras heroicas entre las cuales se destacaba la nuestra de llegar caminando al cielo. Para cerciorarse de que Sarlenga no se hubiera perdido lo llamaban cada cinco minutos y Sarlenga respondía tarareando los sones de la banda musical de El puente sobre el río Kwai, una vieja película de guerra en colores donde los héroes no eran alumnos de segundo primera sino soldados norteamericanos enfrentando la intrínseca maldad oriental encarnada por los japoneses. Tara tararaitatá tara tarairará ta tá... tarareaba Sarlenga, imperturbable como los norteamericanos que siempre eran menos que los japoneses pero terminaban derrotándolos con su temple y la certeza de pertenecer a una raza elegida, no a un imperio de condenados amarillos fabricados en serie como sus transistores. El colorado Manteiga, el rubio Caralarga, yo mismo y todos los cuarenta alumnos de segundo primera no éramos más que japoneses domesticados, atados unos a otros mientras Sarlenga se pavoneaba sobre el paredón desnudo de la montaña, tara tararaitatá tara tararaitatá, desafiante y majestuoso como un cóndor aunque jamás se hubiera trepado siquiera a un árbol, con la garra de un animal cuya única y decisiva fortaleza es la evidencia de su soledad.
Hasta el último peñón escuchamos su tarareo triunfal, oculto en la nube que nos envolvió durante la etapa final del ascenso. Uno por uno fuimos emergiendo de la trama helada de la nube, frotando nuestros cuerpos ateridos a medida que el guía que había precedido la marcha nos liberaba de la atadura común a los arneses, cuidando que nadie diera un paso en falso cuando ya estábamos en la cima mientras los que habían llegado antes aplaudían a los rezagados, el sol en la cima brillaba intenso y tibio, no había viento y esa porción de cielo parecía un buen lugar para quedarse a celebrar la hazaña. Cuando el guía que venía cerrando la fila subió por fin todavía escuchábamos a Sarlenga tara tararaitatá aferrado a su tarareo como todos nosotros a la soga común, y nos reunimos al borde del abismo que acabábamos de vencer para recibirlo como a un héroe, obstinado y temerario pero héroe al fin. Ya habrá tiempo de acabar con él, susurró el rubio Caralarga en mis oídos y en los del colorado Manteiga, y estuvimos de acuerdo en que seguramente se presentaría una mejor oportunidad que aquélla, para exterminarlo sin que quedaran rastros de sus andanzas en este mundo, sin que nadie lo extrañara, ni sus propios padres ni mucho menos Laurita Tornú y Amalia Montecassino que, libres de la irradiación magnética de Sarlenga, no tendrían más remedio que prestarnos atención a nosotros, los Impenetrables de segundo primera.
El tarareo de Sarlenga crecía en intensidad a medida que se acercaba a la cima, nadie quería perderse el espectáculo de verlo surgir de la nube como a un ángel caído, el pelo húmedo y la mirada brillante por el esfuerzo y la excitación, no sé por qué cuando faltaba tan poco para que Sarlenga llegara a la cima de la montaña me acordé de Natalia en el andén de Constitución despidiéndome con esa sonrisa extraña, con esa mueca que se abrió en su rostro como el más temible de los abismos y que yo no podría ya salvar aunque me atara a los más expertos andinistas del mundo ni aunque, como Sarlenga, me atreviera a desafiar en soledad los miedos de mi adolescencia. Aparté la imagen de Natalia como a esas babas del diablo que en el verano cruzan las calles abrumadas por el calor de la siesta, hilos sutiles de otra realidad, colgajos calientes del infierno tan próximo a la ciudad y del que nadie se hace cargo, como si los límites de verdad fueran los que están escritos en mapas y documentos, y el orden de las cosas no hubiera sido alterado. Quité de mi vista, de un manotazo, la imagen inestable de Natalia que amenazaba con velarme el espectáculo que iba a dar Sarlenga, triunfal como un piloto de fórmula uno al que esperan en el podio dos bellas mujeres para colocarle la corona de flores y las medallas y entregarle la botella gigante de champaña con la que rociará a sus admiradores. Pero el tarareo se disipó en el viento que se levantó en ese instante, se abrió al medio como si lo que parecía un himno de supervivencia se hubiera desgajado y en vez del cóndor aguerrido y triunfante, dos pájaros oscuros levantaran vuelo en direcciones opuestas con el mismo sonsonete en sus picos: tara tarairará ta tá...
Dos días más tarde, tras el final precipitado de aquella excursión, los Impenetrables tuvimos una reunión secreta de emergencia para tratar de entender qué había sucedido realmente. En el sur todavía estaban buscando el cuerpo de Sarlenga, en tanto los guías habían sido detenidos y, aunque luego los liberaron, perdieron su trabajo por la irresponsabilidad de haber permitido que Sarlenga trepara por las suyas aquel paredón que, después de todo, era parte de la rutina de una excursión que se había repetido dos o tres veces por semana sin que nunca se hubiera producido antes un accidente. Nos preguntamos, en aquella reunión secreta de emergencia que fue la última de los Impenetrables, si alguien que no formaba parte de la secta se habría enterado de nuestras intenciones y había operado por su cuenta, tal vez saliéndole al cruce a Sarlenga y empujándolo al vacío, amparado en la cerrada trama blanca de la nube, pero en ese caso deberíamos haber oído el grito de la víctima, nos dijimos, nadie se precipita al vacío tarareando los acordes de El puente sobre el río Kwai por más héroe norteamericano que sea.
Nos volveremos a reunir cuando aparezca el cuerpo, o cuando el propio Sarlenga se presente en clase cagándose de risa de todos nosotros, propuso el rubio Caralarga, y nos pareció bien esperar porque, después de lo sucedido, coincidíamos en que Sarlenga era de verdad un tipo que merecía lo que había logrado, andar en un auto deportivo con minas espectaculares y mirarnos al resto de los mortales desde su pedestal de piloto de fórmula uno aunque de verdad se hubiera roto la cabeza contra las piedras, y si aparecía vivo hasta éramos capaces de incorporarlo a los Impenetrables y permitirle que fuera el jefe natural de aquella secta de abombados. Pero no apareció.
De a poco fuimos sin embargo retomando la normalidad. La escuela tiene esos baches, días feriados, huelgas de profesores, alumnos que dejan de asistir sin dar explicaciones a nadie. Había sucedido antes con Huguito Luva, aunque en ese caso ni siquiera se habló de él por lo apocado que había sido siempre en clase, ese desgano para seguir aprendiendo que le había merecido la reconvención del cuerpo de profesores y que había destacado en su informe final el comité de disciplina, para darlo de baja del plantel de alumnos sin siquiera citar a los padres.
También Sarlenga fue cayendo en el olvido, sus espléndidas mujeres se cansaron de esperarlo a la salida del colegio, al volante de autos deportivos de marcas europeas que nos dejaban a todos boquiabiertos, con ganas de presentarnos en reemplazo de Sarlenga, pedirles que nos llevaran a los lugares inimaginables de los que provenían, sentarnos a su lado o al mismísimo volante y ser, cada uno de nosotros, Sarlenga. Nunca nos atrevimos, las mujeres dejaron de aparecerse a la salida del colegio y de Sarlenga no se habló más, ni siquiera recordaría hoy su nombre si no hubiera sido por Dante Probeta, aquel profesor de química cuyo verdadero apellido he olvidado.
Han pasado por lo menos diez años y los párvulos de segundo primera somos ya hombres y mujeres con sus vidas encaminadas y dispersas. El colorado Manteiga me llamó esta noche por teléfono para avisarme de la reunión, a las once de la noche en el colegio, dijo con voz de agente secreto hablando desde una cabina pública a punto de ser acribillada a balazos, convocatoria urgente de los Impenetrables, y colgó sin darme otra explicación. Eran ya las diez y a mi mujer no le gustó nada que saliera de esta manera, prometió que al volver ya no la encontraré, vivimos juntos desde hace apenas un par de meses, no voy a tolerar que salgas con tus amigotes a putanear como si vivieras solo, gritó, razonablemente furiosa. No pude explicarle que es imposible no asistir a una convocatoria de los Impenetrables aunque hayan pasado diez años, le pedí que me esperara si confiaba en mí o que hiciera las valijas y se fuera, si cree que de verdad se trata de una cita con amigotes y mujeres, y salí dando un portazo.
Estaciono frente al viejo edificio, pasadas las once. Nunca me gustó llegar tarde al colegio, los pasillos desiertos, el pesado silencio de los que ya están sentados en sus pupitres, la tos seca y severa del profesor de turno. El portón de acceso está entornado y el colegio, a oscuras; la única luz, al final del interminable y lóbrego pasillo, es la del aula que hace diez años ocupamos los alumnos de segundo primera. Supongo que allí estarán reunidos los Impenetrables y sin preguntarme sobre las probables causas de esta intempestiva convocatoria avanzo resueltamente por el pasillo, taconeando sobre las baldosas para anunciar de algún modo mi llegada, Manteiga y Caralarga eran tipos puntuales y seguro que ya están ahí, fumando como murciélagos, impacientes, mirando sus relojes, a punto de volver a llamarme por teléfono para recordarme la cita.
En efecto, el aula está blanca de humo como un garito de jugadores de póquer, pese a la puerta vidriada es imposible ver su interior desde el pasillo: una espesa nube ocupa cada centímetro cuadrado, debe hacer mucho que están aquí, deliberando entre ellos hasta que decidieron convocarme.
La química orgánica y la inorgánica son como el alma y el espíritu, dice Dante Probeta en cuanto abro la puerta y me doy cuenta de que la nube no es de humo. Entro en el aula, hace frío y la intensa humedad me abraza como si me sumergiera en un estanque. Cierro la puerta y busco a tientas mi antigua ubicación. Recién al sentarme frente al mismo pupitre que ocupé diez años atrás descubro los rostros inexpresivos del colorado Manteiga y el rubio Caralarga, fijas sus miradas en el frente aunque desde acá no se vea el pizarrón ni al resto de los alumnos si vino alguno ni al profesor de química, cuya voz vuelve a sonar pero lejana, asordinada como el clarinete de un músico de jazz que, despertando de una borrachera en un departamento que apesta a tabaco, tocara en mitad de la noche para celebrar sus alucinaciones. Porque la desesperación y la angustia también son elementos polivalentes aunque las ciencias exactas no hayan descifrado aún sus posibilidades de combinación, dice Dante Probeta y agrega: alumno Sarlenga, explíqueles a sus compañeros de qué se trata.
Recién entonces Manteiga y Caralarga parecen descubrirme, qué hacés, che, cómo tardaste, dice el rubio Caralarga, él y el colorado Manteiga buscan mi complicidad para reírnos los tres porque Sarlenga jamás estudiaba las lecciones y sin embargo era capaz de improvisar explicaciones brillantes, inolvidables sanatas con las que hipnotizaba a los profesores hasta arrancarles un diez sin haber tocado nunca un libro. Tara tararaitatá, tararea Sarlenga desde lejos aunque vaya acercándose a nosotros, perdido en la nube mientras cruza tan campante su puente sobre el río Kwai para cumplir con la orden de Dante Probeta y explicarnos a su modo de qué se trata, tara tararai tatá, dice Sarlenga, ya sin tararear y cada vez más cerca.