martes, 8 de diciembre de 2009

"PLACERES DE OFICINISTA"

A mi buen amigo Zeki

Volver a casa cuando se vive en ciudades como Buenos Aires no es un acto voluntario sino un deseo casi tan difícil de concretar como que Jennifer López nos llame esta noche para reprocharnos haberla dejado de plantón en una esquina cualquiera de Nueva York.
Aparicio Méndez es oficinista y trabaja en pleno centro de la ciudad que alguna vez Gardel cantó como a “la reina del Plata” y hoy es un tajo cruel hecho por un cirujano loco sobre el cuerpo de su paciente indefenso y sin anestesia, músculos, sangre y grasa, aminoácidos con cara de yo no fui, glóbulos rojos disfrazados de revolucionarios, oligarcas espantados por las tropelías del monstruo que ellos mismos contribuyeron a armar pagándole su salario al doctor Frankestein.
Cuando Méndez cumple con sus ocho horas de estar sentado frente a su ordenador, acaba hipnotizado y balbuceante, como sometido a sucesivos shocks eléctricos, y lo único que ambiciona es regresar a su departamento en un barrio promiscuo del conurbano, para lo cual debe abordar el metro que a última hora de la tarde es una cinta transportadora de agotados robots y combinar en alguna estación de transferencia con atestados trenes de cercanías o buses igualmente colmados y conducidos por sicópatas.
Con estoicismo de comanche obligado a ver la saga completa de westerns de John Wayne, Méndez soporta el metro, el tren de cercanías y vivir en un departamento en un edificio construido con planes del banco hipotecario, de paredes agrietadas y vecinos cuyos gritos explotan en mitad de su living como si fueran parte de su familia. Pero todas las células de su cuerpo se paralizan de asco cuando, faltando dos calles de tierra para llegar, dos pibes que juntos no suman quince años le salen al cruce, navaja y 32 corto en mano, y le reclaman dame toda la guita o te despanzurramos acá mismo.
Es lógico que Jennifer López empiece a impacientarse. La cita con ella era a las ocho y media, son las nueve menos cuarto y los que no suman ni quince lo quieren todo. Olfatearon como perros cebados que Aparicio Méndez cobró su sueldo esta mañana, o tal vez el cadete, ese imberbe impertinente que vive conectado a los cidís de cuanto marginal con guitarra eléctrica se ponga de moda en la comunidad de sordos del rocanrol local, es cómplice de esta mala jugada y les avisó que si lo agarran al jovato cuando vuelve de noche con su limosna mensual, lo limpian sin problemas, es un blandengue y sólo se arriesgan a que se les ponga a llorar en medio de la calle.
Jennifer mira su reloj pulsera de oro y se dice que tampoco Aparicio Méndez es Bruce Willis aunque la vaya de recio, por la edad está más cerca de Harrison Ford aunque por su contextura física podría hacer pareja con Stan Laurel sin que los amantes del gordo y el flaco notaran la diferencia. Pero el amor todo lo puede y espera, paciente y bella Jennifer, a que Aparicio Méndez se ponga efectivamente a llorar en medio de la calle de tierra. Sus lágrimas de cocodrilo dundee envalentonan a los que no suman quince, les alborotan tanto las lampiñas hormonas que se le acercan sin tomar otra precaución que quedarse un paso atrás, el del 32, mientras el de la navaja lo palpa hasta encontrar el sobre con el sueldo. Papita para el loro, dice el de la navaja antes de caer con la nuca quebrada como una de las gallinas que Méndez sacrificaba en la chacra donde se crió, antes de venir a labrarse un futuro a Buenos Aires. El mismo cuerpo sin plumas que Méndez revolea le da de lleno al del 32 corto, volteándolo como a un palote del bowling que Aparicio frecuenta los sábados a la noche, después de dejar a Julia Roberts suspirando por él en el living del departamento. Aplastarle la cabeza no es una tarea pesada para Oliver Hardy, aunque para que el espectador se ría groseramente sea necesaria su torpeza, que el sobreviviente sobreviva soltando una baba blanca de perro atropellado, y acabarlo con un puntapié en el cerebro cuya potencia envidiaría el Piojo López, puesto a disparar el penal de la definición en una final por la copa del mundo.
Agachándose sobre la calle de tierra, Aparicio Méndez recoge el sobre con su bien ganado sueldo de triunfador, lo guarda en el mismo bolsillo en el que lo traía y llega por fin a su departamento.
Ahí mismo, en la pantalla del televisor que dejó encendido al salir esta mañana, Jeniffer López le hace un mohín de bienvenida y corre a encontrarse con Tom Cruise, es hora de ganarse un par de millones de dólares y ya habrá tiempo para volver a encontrarse con su verdadero amor, toda mujer está genéticamente condicionada para hacer sufrir a sus galanes, sobre todo si estos llegan tarde a una cita con el burdo pretexto de que los asaltaron en la calle de un barrio miserable de los suburbios de una megalópolis latinoamericana.
De todos modos Aparicio Méndez no sufre por los vanidosos desplantes de una hispana reconvertida como Jeniffer. Tiene a su lado, sentadita en el sofá, a Julia Roberts. Qué bella es, qué rostro perfecto, qué cuerpo envidiable.
Con Julia ven la película completa sin dormirse, después Aparicio apaga el televisor, besa a su amada y se va a su cuarto donde, agotado por ocho horas de oficina frente al ordenador, duerme de un tirón toda la noche.
Si de lunes a viernes el odioso reloj despertador le recuerda que a las seis de la mañana debe levantarse para estar a las ocho y media en el centro de Buenos Aires, hoy, sábado, puede dormir un rato más, disfrutar de la tibieza de la cama, moverse en su somnolencia como un pez de las profundidades, soñar que todavía lo espera Julia Roberts en el living para pasar juntos el fin de semana, que su departamento huele a jardines babilónicos y no a la fosa común de un cementerio, el cadáver de la última prostituta que se cargó hace dos días tumbado sobre el sofá y exudando ya sus jugos.
Para colmo, en el televisor eternamente encendido repiten la película de anoche, Jeniffer López vuelve a saludarlo con un mohín y corre a encontrarse de nuevo con Tom Cruise, qué linda es Jeniffer, se dice Aparicio Méndez, qué linda era Julia todavía anoche, qué bellas son las mujeres antes de empezar a pudrirse como frutas arrancadas del árbol y abandonadas sin siquiera haberles hincado el diente.
Placeres de oficinista, de tipos ordenados, pulcros, rutinarios, insospechables. Como Aparicio Méndez, que el lunes volverá a cruzar la ciudad para cumplir sus ocho horas frente al ordenador y por la noche, con el sueldo intacto que los que apenas sumaban quince no pudieron arrebatarle, saldrá a buscar prostitutas para hablarles de amor, del glamour de vivir en Hollywood aunque los de efectos especiales, casi tan geniales como los políticos para disfrazar la realidad, hagan que Beverly Hills se parezca a un triste barrio del conurbano bonaerense.
Pero ahora hay que encargarse del trabajo sucio de cada semana: envolver el cadáver en la habitual bolsa de plástico para trasladarlo esta noche a los vaciaderos de basura en Villa Lugano, limpiar y desinfectar el sofá y aromatizar el living con desodorante de ambientes.
No le agrada la tarea pero se consuela pensando que al regresar de los vaciaderos, tarde en la noche, Jennifer López esté de nuevo esperándolo, porque en los canales de cable repiten las películas hasta el hartazgo.

2 comentarios:

  1. Magnífico, Guillermo. Me lo llevo a mi muro (citando la procedencia),
    Un saludo.

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  2. Gracias, Alberto, por "hacer punta". Si quieres poner algo aquí, no es Babelia pero algún amigo lo lee. Abrazo.

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