A Raúl Bocaccio
En el viaje de ida apenas si lo oíamos quejarse del calor, de la fatiga, del aburrimiento que vivir demasiado va levantando como a un muro, y cuando Nacho se largó a cantar mientras conducía, Abuelo se tapó ostentosamente los oídos, puteó en su dialecto rockero, el que usaba en los recitales de La Portuaria o Los Redondos, bandas emblemáticas de su juventud en la Argentina que Nacho conoce porque se dedicó a investigar aquella época para su tesis universitaria. Una burrada, dijo Abuelo al enterarse por el propio Nacho del contenido de su tesis, que sin embargo había tenido elogios y una calificación que le permitió doctorarse. Todo mezclado, protestó airado Abuelo, Piojos con Redondos, Lerner con Charly, Spinetta con Tita Merello.
La tesis de Nacho no sólo hablaba de música, era una completa investigación de los remotos tiempos en la Argentina, milicos que se sublevaban para que no juzgaran sus crímenes y trabajadores que cortaban rutas o tomaban fábricas para que no cerraran, ricos contra pobres y unos que eran pobres pero querían ser ricos a los que llamaban clase media y que se quejaban por todo, presidentes que llegaban al poder anunciando siempre que la historia empezaba con ellos, todos escuchábamos lo que contaba Nacho como oyentes fascinados por una fábula que desbordaba nuestra imaginación, el único impermeable a la seducción del relato era Abuelo que negaba con la cabeza mientras parecía masticar con su mandíbula desdentada, típico de viejos desahuciados y solos, portadores a su pesar de una memoria contaminada que es imprescindible purificar y reciclar, por eso viajamos ahora al sur, la mañana está clara y la ruta despejada, algún camión de vez en cuando que al pasar por la mano contraria nos envuelve en su pestilencia, los procesan en Villalaura, dice Nacho sin apartar su vista de la ruta, hay un vaciadero y una planta modelo, lo que puede la tecnología, dice y en el interior del auto nos miramos con recelo, como pacientes en la sala de espera de un consultorio médico.
Abuelo se duerme después de un rato, indiferente a la locuacidad de Nacho que sigue hablando del pasado como si lo hubiera vivido, es raro que Nacho hable del pasado y Abuelo se resista a escucharlo cuando tendría que ser él quien contase de los remotos tiempos y Nacho quien siguiera su relato con atención y respeto, si le gusta tanto la historia. Pero para Nacho es una forma de mantenerse despierto mientras conduce, habla y habla aunque todos sigamos de a poco el ejemplo de Abuelo y vayamos cerrando los ojos, arrullados por el motor de la camioneta, hundiéndonos en una modorra cenagosa.
Llegamos a la estación de transferencia cuando ya ha caído la noche. Nacho estaciona en el sector de la playa adjudicado a los viajeros, apaga el motor y dándose vuelta toma a Abuelo por el hombro y lo zarandea suavemente, llegamos, Abuelo, dice aunque Abuelo ya está despierto quién sabe desde cuándo, tal vez desde que decidió fingir que dormía, los ojos muy abiertos y brillantes en los que se refleja como en un espejo el edificio imponente de la estación.
Descendemos todos porque para eso vinimos, cada operación necesita de la presencia de por lo menos media docena de testigos, mejor si son familiares directos, los trámites son menos engorrosos y es mayor la posibilidad de aprobación del expediente. Para los que no tienen familiares ni amigos cercanos el trámite es complicado hasta la exasperación, se busca desalentar el reciclaje de los que están definitivamente solos en el mundo, política de estado, la llaman. Pero es un riesgo que Abuelo nunca sintió como propio, con una docena de nietos y siete bisnietos, si hasta tuvimos que elegir quiénes de nosotros vendrían, el tope de testigos es de media docena y acá estamos sus nietos más entrañables, los mayores, los que hemos conocido a Abuelo en mejores condiciones que la actual, cuando no confundía a las personas ni se dormía cuando alguien le hablaba, cuando aún vivía con Elisa, su compañera, y no había sufrido el dolor de verla irse de su lado cuando Elisa volvió una mañana de la estación de transferencia y le anunció que no estaba dispuesta a esperarlo.
Abuelo se cuelga del brazo de Nacho para cruzar la playa hacia la estación, parece una marioneta descalabrada con casi todos sus hilos cortados, Nacho camina despacio para no tener que arrastrarlo como a una bolsa de huesos, mejor que lo vean llegar andando, nos dijo, los operadores piden dinero extra cuando tienen que procesar gente muy vieja o muy enferma, no es legal pero si uno se los niega te pueden tener una semana o un mes esperando y los reclamos al estado nunca tienen respuesta.
La estación es un galpón enorme pero mal iluminado, aquí y allá hay sectores en los que los focos abren círculos de luz sobre las cabezas de los aspirantes a ser transferidos. A los testigos nos detienen en el sector en sombras, donde hay unas gradas como las de un estadio, ocupadas por gente silenciosa, siluetas, en rigor, porque es imposible vernos los rostros en esta penumbra. Nacho sienta a Abuelo en uno de los círculos de luz y nosotros nos ubicamos junto a los testigos de las otras transferencias. Por un altavoz van llamando a los que les llega el turno, expediente dos millones quinientos cuarenta y siete: transferencia en sala siete, anuncia una voz gangosa, lo que pomposamente llaman salas son boxes, lugares precarios separados por un biombo y una cortina, desde las gradas vemos avanzar a los convocados, algunos lo hacen con toda la gallardía que les permite su edad; otros tienen dificultades para caminar, tropiezan y se tambalean, los vemos agitar los brazos como a equilibristas y a veces caer, unos se levantan y otros no, los que no se levantan son recogidos por personal de la estación y devueltos a sus posiciones originales porque han perdido el turno. Entre los que son devueltos hay quienes se resignan y quienes protestan a viva voz, se los oye insultar, proferir amenazas balbuceantes, lloriqueos, súplicas que se confunden con oraciones religiosas, tan comunes en los remotos tiempos. El personal no se conmueve, son trabajadores sindicalizados con una tarea determinada, cobran un buen salario por devolver a los viejos más débiles a sus posiciones originales, a la tercera caída se suspende la transferencia y el anciano pasa a procesamiento final, está en los reglamentos, nadie impugna la legitimidad de los procesos, ya bastante polémica hubo cuando se discutieron las respectivas leyes en el parlamento, tal vez con el enorme avance tecnológico que año a año no deja de sorprendernos pueda ir flexibilizándose la norma.
Abuelo es el expediente dos millones quinientos cincuenta y seis, no hay mayor demora porque estamos en febrero y medio país está de vacaciones, las ciudades se vacían y las estaciones de transferencia trabajan a media máquina, la gente en esta época del año no quiere hacerse problemas, si tienen un viejo en la casa prefieren dejarlo con alguien que lo cuide o llevarlo a la playa, hay balnearios especiales en los que los viejos están autorizados a caminar junto al mar, a mirar los atardeceres y el vuelo de las gaviotas.
Elegimos febrero para ahorrarle a Abuelo el sufrimiento de esperar durante horas en una estación atestada donde los baños no alcanzan y es frecuente ver a los viejos arrodillados o sentados a horcajadas para hacer sus necesidades, en un ambiente que al final del día se vuelve irrespirable. Y si bien esta noche hace calor, confiamos en que la transferencia será rápida y exitosa, y en un rato podremos volver todos cantando las canciones nuevas, tal vez hasta el propio Abuelo se siente al volante y conduzca sin apuro como a él le gusta, cruzando la tibia noche, de regreso a casa.
Expediente dos millones quinientos cincuenta y dos: transferencia en sala cuatro. Es el turno de Abuelo. Se levanta trabajosamente y aunque no se vuelve para saludarnos sabemos que lo haría si la última energía de su cuerpo en extinción se lo permitiera, porque conociéndolo estamos seguros de que no tiene miedo, de que enfrenta este momento como a una competencia deportiva, una prueba más de las tantas que en su larga vida tuvo que rendir para salir adelante, para fundar una familia feliz y numerosa como la nuestra, tan unidos todos en el amor a Abuelo. Fuerza Abuelo, grita Nacho poniéndose de pie en las gradas aunque los gritos de aliento estén prohibidos, y la figura de Abuelo parece proyectarse como un abrazo hacia nosotros con toda la fuerza de su memoria.
Durante los cinco o seis segundos que dura cada transferencia las luces de la estación se apagan para permitir que toda la energía se concentre en la sala respectiva. Es como el acto final en un teatro, cuando la oscuridad total marca la pausa entre el fin de la representación y la presencia de todos los actores sobre el escenario para saludar al público que los aplaude. Al volver la luz, una música muy suave saturada de violines y de pianos da la ambientación exacta para apaciguar los ánimos. Que la transferencia se realice no depende ya de la tecnología sino de la templanza y la convicción con la que el viejo haya enfrentado el trance, y en eso la familia que lo contuvo cumple un rol fundamental. Si las incoherencias de los viejos, el contacto cotidiano con sus pieles apergaminadas, los olores de la incontinencia y el abandono, los caprichos de sus erráticas conductas, no fueron tantos como para levantar el rechazo y la segregación, se correrá la cortina de la sala que le haya tocado en suerte y saldrá un cuerpo joven, lúcido y vital, sonriente aún antes de haberse visto en un espejo, de reunirse con sus seres queridos.
Es el caso de Abuelo, a quien a partir de ahora tendremos que llamar por su nombre de pila –que entre paréntesis nadie recuerda-. Tal vez convenga rebautizarlo, propone Nacho mientras nos turnamos para abrazar a este hombre de veinticinco años que nos palmea, efusivo, y repite en nuestros oídos que no se siente nada, que se sufre más en el consultorio del dentista, y reímos con él en el camino de vuelta a casa, y cantamos mientras él conduce, había olvidado este sencillo placer, dice contento, la memoria se carga de nostalgias y el futuro, de presentimientos, tenían razón los que afirmaban que la vejez es una enfermedad y dedicaron sus vidas a encontrarle cura, dice con aires de gurú sentado al volante de la camioneta mientras Nacho dormita en el último asiento, cansado pero feliz como todos nosotros.
En la casa familiar nos espera un buen brindis para celebrar el regreso de Abuelo, convertido ahora en quién sabe quién pero siempre el mismo, madurando a pesar de su juventud más que sus descendientes, después de todo es el primero de la estirpe en llegar a viejo, hubo tíos, primos y hasta un hermano que murieron porque sus voluntades decayeron antes de recibir los tratamientos, la medicina da pasos de gigante pero encuentra sus límites en una condición humana no siempre dispuesta a acompañar los progresos de la ciencia, hay y probablemente existan siempre zonas de penumbra en las que la luz del conocimiento no podrá penetrar jamás, pero esos son temas que hoy prefiero olvidar, filosofía de café, dice Nacho, esta noche celebremos.
Por los campos siempre verdes y exuberantes, por el necesario cielo azul y por las lluvias abundantes y serenas, por la certeza de que despertaremos incansablemente para continuar con nuestra siembra, propone su brindis el hombre que ha regresado con nosotros de la estación de transferencia y están nuestras copas en alto cuando suena el teléfono.
Hay protestas y pedidos de que nadie atienda, pero el sonido insistente me decide a levantar el tubo. Más carcajadas y nuevos brindis mientras trato de comprender lo que me dice la voz apenas audible al otro lado de la línea, y me arrepiento de haber atendido cuando la reconozco. Cuelgo y vuelvo a la celebración familiar, siguen los discursos, nadie me pregunta quién era excepto Nacho con una mirada desde la otra punta de la mesa a la que respondo levantando las cejas y mordiéndome el labio inferior, Nacho entiende, como en un juego donde valen las señas y los silencios.
La voz sonaba débil y balbuciente, aunque la desolación y el terror la alimentaron como un viento a la última brasa para decirme que estaba solo, que había logrado salir y refugiarse en una granja abandonada de las cercanías pero ahora mismo oigo el ladrido de los perros, vienen por mí, dijo, ayúdenme.
Durante el resto del año los fugitivos superan la capacidad del personal para darles caza y algunos consiguen volver. Siempre es inútil porque esos regresos sólo sirven para interrumpir las celebraciones y obligar, a veces, a reiniciar el trámite, situación que todo buen ciudadano, harto de la burocracia, busca evitar. En esta época es distinto, las patrullas no tardan en hallarlos, familiares y amigos ni se enteran del traspié.
También por eso elegimos febrero.
martes, 15 de diciembre de 2009
martes, 8 de diciembre de 2009
"PLACERES DE OFICINISTA"
A mi buen amigo Zeki
Volver a casa cuando se vive en ciudades como Buenos Aires no es un acto voluntario sino un deseo casi tan difícil de concretar como que Jennifer López nos llame esta noche para reprocharnos haberla dejado de plantón en una esquina cualquiera de Nueva York.
Aparicio Méndez es oficinista y trabaja en pleno centro de la ciudad que alguna vez Gardel cantó como a “la reina del Plata” y hoy es un tajo cruel hecho por un cirujano loco sobre el cuerpo de su paciente indefenso y sin anestesia, músculos, sangre y grasa, aminoácidos con cara de yo no fui, glóbulos rojos disfrazados de revolucionarios, oligarcas espantados por las tropelías del monstruo que ellos mismos contribuyeron a armar pagándole su salario al doctor Frankestein.
Cuando Méndez cumple con sus ocho horas de estar sentado frente a su ordenador, acaba hipnotizado y balbuceante, como sometido a sucesivos shocks eléctricos, y lo único que ambiciona es regresar a su departamento en un barrio promiscuo del conurbano, para lo cual debe abordar el metro que a última hora de la tarde es una cinta transportadora de agotados robots y combinar en alguna estación de transferencia con atestados trenes de cercanías o buses igualmente colmados y conducidos por sicópatas.
Con estoicismo de comanche obligado a ver la saga completa de westerns de John Wayne, Méndez soporta el metro, el tren de cercanías y vivir en un departamento en un edificio construido con planes del banco hipotecario, de paredes agrietadas y vecinos cuyos gritos explotan en mitad de su living como si fueran parte de su familia. Pero todas las células de su cuerpo se paralizan de asco cuando, faltando dos calles de tierra para llegar, dos pibes que juntos no suman quince años le salen al cruce, navaja y 32 corto en mano, y le reclaman dame toda la guita o te despanzurramos acá mismo.
Es lógico que Jennifer López empiece a impacientarse. La cita con ella era a las ocho y media, son las nueve menos cuarto y los que no suman ni quince lo quieren todo. Olfatearon como perros cebados que Aparicio Méndez cobró su sueldo esta mañana, o tal vez el cadete, ese imberbe impertinente que vive conectado a los cidís de cuanto marginal con guitarra eléctrica se ponga de moda en la comunidad de sordos del rocanrol local, es cómplice de esta mala jugada y les avisó que si lo agarran al jovato cuando vuelve de noche con su limosna mensual, lo limpian sin problemas, es un blandengue y sólo se arriesgan a que se les ponga a llorar en medio de la calle.
Jennifer mira su reloj pulsera de oro y se dice que tampoco Aparicio Méndez es Bruce Willis aunque la vaya de recio, por la edad está más cerca de Harrison Ford aunque por su contextura física podría hacer pareja con Stan Laurel sin que los amantes del gordo y el flaco notaran la diferencia. Pero el amor todo lo puede y espera, paciente y bella Jennifer, a que Aparicio Méndez se ponga efectivamente a llorar en medio de la calle de tierra. Sus lágrimas de cocodrilo dundee envalentonan a los que no suman quince, les alborotan tanto las lampiñas hormonas que se le acercan sin tomar otra precaución que quedarse un paso atrás, el del 32, mientras el de la navaja lo palpa hasta encontrar el sobre con el sueldo. Papita para el loro, dice el de la navaja antes de caer con la nuca quebrada como una de las gallinas que Méndez sacrificaba en la chacra donde se crió, antes de venir a labrarse un futuro a Buenos Aires. El mismo cuerpo sin plumas que Méndez revolea le da de lleno al del 32 corto, volteándolo como a un palote del bowling que Aparicio frecuenta los sábados a la noche, después de dejar a Julia Roberts suspirando por él en el living del departamento. Aplastarle la cabeza no es una tarea pesada para Oliver Hardy, aunque para que el espectador se ría groseramente sea necesaria su torpeza, que el sobreviviente sobreviva soltando una baba blanca de perro atropellado, y acabarlo con un puntapié en el cerebro cuya potencia envidiaría el Piojo López, puesto a disparar el penal de la definición en una final por la copa del mundo.
Agachándose sobre la calle de tierra, Aparicio Méndez recoge el sobre con su bien ganado sueldo de triunfador, lo guarda en el mismo bolsillo en el que lo traía y llega por fin a su departamento.
Ahí mismo, en la pantalla del televisor que dejó encendido al salir esta mañana, Jeniffer López le hace un mohín de bienvenida y corre a encontrarse con Tom Cruise, es hora de ganarse un par de millones de dólares y ya habrá tiempo para volver a encontrarse con su verdadero amor, toda mujer está genéticamente condicionada para hacer sufrir a sus galanes, sobre todo si estos llegan tarde a una cita con el burdo pretexto de que los asaltaron en la calle de un barrio miserable de los suburbios de una megalópolis latinoamericana.
De todos modos Aparicio Méndez no sufre por los vanidosos desplantes de una hispana reconvertida como Jeniffer. Tiene a su lado, sentadita en el sofá, a Julia Roberts. Qué bella es, qué rostro perfecto, qué cuerpo envidiable.
Con Julia ven la película completa sin dormirse, después Aparicio apaga el televisor, besa a su amada y se va a su cuarto donde, agotado por ocho horas de oficina frente al ordenador, duerme de un tirón toda la noche.
Si de lunes a viernes el odioso reloj despertador le recuerda que a las seis de la mañana debe levantarse para estar a las ocho y media en el centro de Buenos Aires, hoy, sábado, puede dormir un rato más, disfrutar de la tibieza de la cama, moverse en su somnolencia como un pez de las profundidades, soñar que todavía lo espera Julia Roberts en el living para pasar juntos el fin de semana, que su departamento huele a jardines babilónicos y no a la fosa común de un cementerio, el cadáver de la última prostituta que se cargó hace dos días tumbado sobre el sofá y exudando ya sus jugos.
Para colmo, en el televisor eternamente encendido repiten la película de anoche, Jeniffer López vuelve a saludarlo con un mohín y corre a encontrarse de nuevo con Tom Cruise, qué linda es Jeniffer, se dice Aparicio Méndez, qué linda era Julia todavía anoche, qué bellas son las mujeres antes de empezar a pudrirse como frutas arrancadas del árbol y abandonadas sin siquiera haberles hincado el diente.
Placeres de oficinista, de tipos ordenados, pulcros, rutinarios, insospechables. Como Aparicio Méndez, que el lunes volverá a cruzar la ciudad para cumplir sus ocho horas frente al ordenador y por la noche, con el sueldo intacto que los que apenas sumaban quince no pudieron arrebatarle, saldrá a buscar prostitutas para hablarles de amor, del glamour de vivir en Hollywood aunque los de efectos especiales, casi tan geniales como los políticos para disfrazar la realidad, hagan que Beverly Hills se parezca a un triste barrio del conurbano bonaerense.
Pero ahora hay que encargarse del trabajo sucio de cada semana: envolver el cadáver en la habitual bolsa de plástico para trasladarlo esta noche a los vaciaderos de basura en Villa Lugano, limpiar y desinfectar el sofá y aromatizar el living con desodorante de ambientes.
No le agrada la tarea pero se consuela pensando que al regresar de los vaciaderos, tarde en la noche, Jennifer López esté de nuevo esperándolo, porque en los canales de cable repiten las películas hasta el hartazgo.
Volver a casa cuando se vive en ciudades como Buenos Aires no es un acto voluntario sino un deseo casi tan difícil de concretar como que Jennifer López nos llame esta noche para reprocharnos haberla dejado de plantón en una esquina cualquiera de Nueva York.
Aparicio Méndez es oficinista y trabaja en pleno centro de la ciudad que alguna vez Gardel cantó como a “la reina del Plata” y hoy es un tajo cruel hecho por un cirujano loco sobre el cuerpo de su paciente indefenso y sin anestesia, músculos, sangre y grasa, aminoácidos con cara de yo no fui, glóbulos rojos disfrazados de revolucionarios, oligarcas espantados por las tropelías del monstruo que ellos mismos contribuyeron a armar pagándole su salario al doctor Frankestein.
Cuando Méndez cumple con sus ocho horas de estar sentado frente a su ordenador, acaba hipnotizado y balbuceante, como sometido a sucesivos shocks eléctricos, y lo único que ambiciona es regresar a su departamento en un barrio promiscuo del conurbano, para lo cual debe abordar el metro que a última hora de la tarde es una cinta transportadora de agotados robots y combinar en alguna estación de transferencia con atestados trenes de cercanías o buses igualmente colmados y conducidos por sicópatas.
Con estoicismo de comanche obligado a ver la saga completa de westerns de John Wayne, Méndez soporta el metro, el tren de cercanías y vivir en un departamento en un edificio construido con planes del banco hipotecario, de paredes agrietadas y vecinos cuyos gritos explotan en mitad de su living como si fueran parte de su familia. Pero todas las células de su cuerpo se paralizan de asco cuando, faltando dos calles de tierra para llegar, dos pibes que juntos no suman quince años le salen al cruce, navaja y 32 corto en mano, y le reclaman dame toda la guita o te despanzurramos acá mismo.
Es lógico que Jennifer López empiece a impacientarse. La cita con ella era a las ocho y media, son las nueve menos cuarto y los que no suman ni quince lo quieren todo. Olfatearon como perros cebados que Aparicio Méndez cobró su sueldo esta mañana, o tal vez el cadete, ese imberbe impertinente que vive conectado a los cidís de cuanto marginal con guitarra eléctrica se ponga de moda en la comunidad de sordos del rocanrol local, es cómplice de esta mala jugada y les avisó que si lo agarran al jovato cuando vuelve de noche con su limosna mensual, lo limpian sin problemas, es un blandengue y sólo se arriesgan a que se les ponga a llorar en medio de la calle.
Jennifer mira su reloj pulsera de oro y se dice que tampoco Aparicio Méndez es Bruce Willis aunque la vaya de recio, por la edad está más cerca de Harrison Ford aunque por su contextura física podría hacer pareja con Stan Laurel sin que los amantes del gordo y el flaco notaran la diferencia. Pero el amor todo lo puede y espera, paciente y bella Jennifer, a que Aparicio Méndez se ponga efectivamente a llorar en medio de la calle de tierra. Sus lágrimas de cocodrilo dundee envalentonan a los que no suman quince, les alborotan tanto las lampiñas hormonas que se le acercan sin tomar otra precaución que quedarse un paso atrás, el del 32, mientras el de la navaja lo palpa hasta encontrar el sobre con el sueldo. Papita para el loro, dice el de la navaja antes de caer con la nuca quebrada como una de las gallinas que Méndez sacrificaba en la chacra donde se crió, antes de venir a labrarse un futuro a Buenos Aires. El mismo cuerpo sin plumas que Méndez revolea le da de lleno al del 32 corto, volteándolo como a un palote del bowling que Aparicio frecuenta los sábados a la noche, después de dejar a Julia Roberts suspirando por él en el living del departamento. Aplastarle la cabeza no es una tarea pesada para Oliver Hardy, aunque para que el espectador se ría groseramente sea necesaria su torpeza, que el sobreviviente sobreviva soltando una baba blanca de perro atropellado, y acabarlo con un puntapié en el cerebro cuya potencia envidiaría el Piojo López, puesto a disparar el penal de la definición en una final por la copa del mundo.
Agachándose sobre la calle de tierra, Aparicio Méndez recoge el sobre con su bien ganado sueldo de triunfador, lo guarda en el mismo bolsillo en el que lo traía y llega por fin a su departamento.
Ahí mismo, en la pantalla del televisor que dejó encendido al salir esta mañana, Jeniffer López le hace un mohín de bienvenida y corre a encontrarse con Tom Cruise, es hora de ganarse un par de millones de dólares y ya habrá tiempo para volver a encontrarse con su verdadero amor, toda mujer está genéticamente condicionada para hacer sufrir a sus galanes, sobre todo si estos llegan tarde a una cita con el burdo pretexto de que los asaltaron en la calle de un barrio miserable de los suburbios de una megalópolis latinoamericana.
De todos modos Aparicio Méndez no sufre por los vanidosos desplantes de una hispana reconvertida como Jeniffer. Tiene a su lado, sentadita en el sofá, a Julia Roberts. Qué bella es, qué rostro perfecto, qué cuerpo envidiable.
Con Julia ven la película completa sin dormirse, después Aparicio apaga el televisor, besa a su amada y se va a su cuarto donde, agotado por ocho horas de oficina frente al ordenador, duerme de un tirón toda la noche.
Si de lunes a viernes el odioso reloj despertador le recuerda que a las seis de la mañana debe levantarse para estar a las ocho y media en el centro de Buenos Aires, hoy, sábado, puede dormir un rato más, disfrutar de la tibieza de la cama, moverse en su somnolencia como un pez de las profundidades, soñar que todavía lo espera Julia Roberts en el living para pasar juntos el fin de semana, que su departamento huele a jardines babilónicos y no a la fosa común de un cementerio, el cadáver de la última prostituta que se cargó hace dos días tumbado sobre el sofá y exudando ya sus jugos.
Para colmo, en el televisor eternamente encendido repiten la película de anoche, Jeniffer López vuelve a saludarlo con un mohín y corre a encontrarse de nuevo con Tom Cruise, qué linda es Jeniffer, se dice Aparicio Méndez, qué linda era Julia todavía anoche, qué bellas son las mujeres antes de empezar a pudrirse como frutas arrancadas del árbol y abandonadas sin siquiera haberles hincado el diente.
Placeres de oficinista, de tipos ordenados, pulcros, rutinarios, insospechables. Como Aparicio Méndez, que el lunes volverá a cruzar la ciudad para cumplir sus ocho horas frente al ordenador y por la noche, con el sueldo intacto que los que apenas sumaban quince no pudieron arrebatarle, saldrá a buscar prostitutas para hablarles de amor, del glamour de vivir en Hollywood aunque los de efectos especiales, casi tan geniales como los políticos para disfrazar la realidad, hagan que Beverly Hills se parezca a un triste barrio del conurbano bonaerense.
Pero ahora hay que encargarse del trabajo sucio de cada semana: envolver el cadáver en la habitual bolsa de plástico para trasladarlo esta noche a los vaciaderos de basura en Villa Lugano, limpiar y desinfectar el sofá y aromatizar el living con desodorante de ambientes.
No le agrada la tarea pero se consuela pensando que al regresar de los vaciaderos, tarde en la noche, Jennifer López esté de nuevo esperándolo, porque en los canales de cable repiten las películas hasta el hartazgo.
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