No tenía sentido, y, por eso tenía todo el sentido del mundo"
(Paul Auster, Trilogía de Nueva York)
Un día desapareció el caballito de mar. Un caballito de mar de vidrio, que me había regalado Pancho. Nos peleamos cuando nos conocimos y nos hicimos amigos. Todo junto un día de verano. Murió a fines de 2003, en Irak. Se había enganchado como mercenario. "Paga: 4000 dólares por mes. Promedio de sobrevida 3 meses", se leía sobre el contrato que firmó. "Si sobrevivo esos tres meses, me vuelvo con 12.000", comentó. A los dos meses y medio lo mató un francotirador.
Lo conocí en Mar del Plata. Yo acostumbraba a ir a un bar que estaba frente al puerto. Me tomaba una cerveza en la barra, al atardecer. Lo había hecho mi favorito. Tenía un gran espejo y jugaba a deducir los nombres de los pesqueros amarrados, que se reflejaban en él, al revés: "Nauj Esoj", "Al atoivag".
Allí estaba el 11 de enero de 1978. Recuerdo la fecha porque siempre llegaba el 10 y fue el año en que se hablaba de un posible despelote con Chile. Al día siguiente fui al bar. Se sentó a mi lado una rubia muy bronceada, vestida con un pareo. Calzaba unas sandalias que dejaban ver buena parte de sus pies. Los fetichistas amamos los pies de las mujeres. Pidió también una cerveza que tomaba a sorbitos mientras leía un libro. De vez en cuando me miraba por el espejo. Decidí entrar en acción. Ataque por sorpresa, mi especialidad. "¿Puedo hacer bibliomancia?", pregunté. "Qué", dijo. "Bibliomancia. Prestame", y le saqué el libro. Hice pasar las páginas, metí el índice entre dos y recité un párrafo posibilitario: "Lo importante nunca está demasiado lejos", inventé. Lo cerré y se lo devolví. "Se refiere a este encuentro y a algo que me pasó hoy", decodifiqué. "Qué te pasó", preguntó. "Estuve por ahí", respondí, ambiguo. En eso entró un flaco. Duro, de esos que no bailan. "Hola", saludó ella, medio en blanco. Pero él ni la miró. Me miró a mí. "Desaparecé", dijo. "No quiero", dije. "Entonces, vamos a un lado, te reviento y listo", dijo. "Está bien", dije, y salimos, mientras la rubia volvía al librito, sin pizca de que le interesase nada más.
Llegamos a un baldío, y al ratito nos dábamos con todo. Se ganaba y se perdía, alternativamente. En silencio, casi. Más ruido venía del mar y de la avenida Dávila. Era una pelea sin horario, como debe ser una verdadera pelea: absurda, porfiada y sin límites. Aunque a veces había una especie de acuerdo tácito, y parábamos y cada uno volvía a sus cosas. En una de esas pausas, él sacó un caramelo y lo comió despacio, pensativo, mirando hacia el mar. En mi cabeza surgían frases extrañas: "La Tierra no es achatada", o "Aquel amanecer, en la playa ". Después volvíamos al combate, sudorosos, mientras llegaba la noche y la ropa se nos iba poniendo a la miseria. Pensé también que podíamos figurar en el Libro de los Récords. Pero, ¿cómo demostrábamos que habíamos peleado durante tanto tiempo, como en "El hombre quieto"?
A eso de las 8, apareció un ciruja, arrastrando un carro y seguido por un perro escuálido. Dejó el carro en la calle y entró en el baldío, junto con el perro, y después de observar la escena unos segundos se nos acercó, interponiéndose. Hizo el gesto del básquet para pedir un minuto y preguntó, delicadamente: "¿Los señores no tendrían unos pesitos para poder tomarme un vino? Digo, si no es molestia".
Miré a mi enemigo. Una forma de llamarlo, porque habíamos compartido demasiado. Pelearnos era como compartir, por qué no. Lanzamos una carcajada y juntamos unos pesos para el vino del ciruja. Y nos fuimos a tomar un trago nosotros también. Me contó que era escritor. "Outsider", recalcó. Acababa de terminar una novela, titulada "Fellatio s Queen" (el nombre de un boliche de "lo peor", aclaró), en la que se burlaba de todo, especialmente de los escritores. "Hay un personaje que quiere dictar un taller para dejar de escribir", ilustró.
En un momento descubrimos que teníamos la misma edad y que habíamos nacido el mismo día. Esa noche nos hicimos amigos. Amigos en serio. "Para serlo, hay que haber estado en la guerra, como estuvimos nosotros en el baldío", dedujo. Propuso algo muy en su estilo. En nuestro día debíamos hacernos un regalo, pero debe ser como nuestra pelea. No debe ser comprado, sino encontrado, fabricado a mano o robado. En 1985, me regaló el caballito de mar. "Robado", dijo, sin explicar dónde ni cómo.
Desde entonces, y más aún después de su muerte, fue "el" recuerdo de Pancho. Una mañana, desde el balcón miré hacia donde estaba el caballito, en la biblioteca, y no lo vi. Revisé todo el mueble, arriba, detrás, abajo. Les pregunté a María y a Solange y no sabían nada. Extendí la búsqueda a otras partes: placards, jarrones, cajas. Me rendí sólo a los tres días. Rendición y tristeza. Había muerto Pancho y había desaparecido el caballito de mar que me regaló un día. Podía reemplazarlo por otro, pero no era lo mismo. Alguien podría poner 100 en el estante, pero yo quería sólo ése. Si te apareces con él, Silvio, haría lo imposible por encontrarte tu unicornio azul.